En el corazón del barrio de Flores, en Buenos Aires, hay una voz que aún habla con ternura del muchacho que llegaría a ser Papa: Jorge Mario Bergoglio. Para Arminda, amiga de su juventud, Francisco siempre fue un chico especial. “Muy bueno, muy cariñoso, muy alegre”, repite con emoción mientras revive aquellos días en los que compartían misa, café y sueños.
Se conocieron cuando él tenía apenas 13 años y ella, con sus 20, ya lo veía como “un lindo muchacho” con una sonrisa que no se le borraba del rostro. “Siempre tenía una sonrisa en los labios”, dice, “y además se lo veía muy chico, santo, porque lo que más le gustaba era dar a conocer a Jesús y transmitirlo a los hombres, trabajando en el barrio”.
En aquellos días de fe compartida en la Acción Católica, donde Jorge ya se entregaba con devoción al servicio de los demás, sucedió algo que cambiaría el rumbo de su vida. Arminda recuerda con nitidez un 21 de septiembre, fiesta de la primavera, que marcó su destino.
“No fue al picnic. Caminó por unas calles laterales de la parroquia y se confesó con un padre viejito. Después de esa confesión, él entendió que tenía vocación al sacerdocio. Desde entonces su camino fue el seminario”. Fue su abuela —relata Arminda— quien primero encendió esa llama misionera enseñándole el catecismo.
Aquel joven de Flores amaba la vida, el deporte y la música. Fanático de San Lorenzo, amante del tango, Jorge era “una persona normal, un hombre como todos los hombres, pero con una gracia inmensa de estar al servicio de Dios”.
La vida llevó a ese joven argentino hasta Roma. Y fue también en Buenos Aires, frente a una pantalla, donde Arminda presenció uno de los momentos más conmovedores de su vida: el anuncio del nuevo Papa.
“Cuando sale el humo blanco y un Obispo —no sé de qué nacionalidad— anuncia quién era el Papa, yo con mi hermana nos abrazamos, reíamos, llorábamos. Decíamos: ‘¡Tenemos un Papa que es de Flores, amigo nuestro!’ ¡Qué maravilla!”
Hoy, mientras el mundo despide a Francisco, su amiga de la infancia lo recuerda con amor, como lo que siempre fue: un chico bueno, de sonrisa franca, que desde niño quiso llevar a Jesús al corazón de todos.
Su legado no termina en el Vaticano. Permanece en cada rincón del barrio que lo vio crecer, en la memoria de quienes lo conocieron… y en las palabras llenas de luz de su querida Arminda.
Con información de Liborio Rodríguez.
