Con el vaivén rítmico de la plancha y una precisión milimétrica para alisar hasta el último pliegue, Guillermina Cortés transforma el trabajo doméstico en arte. Más de 70 prendas al día pasan por sus manos. Y aunque para muchos planchar ya es cosa del pasado, para ella es el sustento diario, el oficio que la ha hecho fuerte y el legado silencioso que comparte con sus hijas.
“Le planchas de un lado, se te arruga del otro, y hay que volver a acomodar”, dice mientras desliza el aparato caliente con firmeza. “Uno trata de que quede lo mejor que se pueda… pues la dueña tiene que quedar bien con los clientes”.
Guillermina no solo domina una de las tareas más meticulosas del hogar, también encarna la tenacidad de miles de madres jaliscienses que, día con día, construyen el bienestar familiar desde trincheras silenciosas. Sin uniforme ni horario fijo, sin aguinaldos ni prestaciones, pero con el mismo compromiso férreo de cualquier profesional.
La plancha se convierte en su herramienta de batalla, y sus manos —quemadas, cansadas, curtidas— en su principal activo.
“Las manos son nuestra fuente de trabajo y hay que cuidar. Las temperaturas altas traen estragos y cansancio, pero hay que seguir”, reflexiona.
Para ella, el arte de planchar ha perdido terreno frente a una juventud que prefiere doblar la ropa con las manos y dejar que el tiempo haga lo suyo. “Mis hijas dicen que ya no hace falta, pero esto no es tan fácil”, apunta con una sonrisa resignada.
En este Día de las Madres, historias como la de Guillermina Cortés merecen más que flores o felicitaciones apuradas. Son un recordatorio de que el trabajo más invisible es, a menudo, el que más sostiene.
Porque entre vapores, arrugas y esfuerzo, madres como Guillermina no sólo alisan camisas: también enderezan la vida.
Con información de Karina Lomelí.